Caminaba entonces Guillermo hacia las últimas cuatro canciones de Strauss. El tiempo entre los dos momentos de antes y ahora parecía estallar como una burbuja. Aquella noche en la cafetería a las dos de la mañana, sentado entre vapores de cocina vietnamita, luces de neón, lluvia y sombras con sombreros y paraguas yendo de lado a lado. Mientras se calentaba con una pequeña sopa personal, té, y el reconfortante aliento de un cigarrillo, en una televisión a lo largo y detrás de tres capas de vidrio sucio y deformado, Guillermo vio la silueta de una cantante, delante de una orquesta completa y el ego necesario del conductor a su lado. Intrigado, pagó por su humilde alimento y se acercó a la tienda de televisores usados. Se encontraba en un tipo de centro comercial cerrado, iluminado por luces verdes que hacían que el piso y el ambiente se vieran más sucios y oscuros de lo que realmente estaban.
En esa pantalla de segunda mano, Guillermo vio a la cantante, ahora iluminada perfectamente, mover sus labios insonoramente. Acercó su oreja al vidrio y sintió la leve vibración del sonido angelical de su voz, las harmonías y esas miradas que penetraban el vidrio y estremecían la espalda de Guillermo. La propia belleza parece saltar fuera de algo tan mundano como el televisor, pensaba él.
En esa pantalla de segunda mano, Guillermo vio a la cantante, ahora iluminada perfectamente, mover sus labios insonoramente. Acercó su oreja al vidrio y sintió la leve vibración del sonido angelical de su voz, las harmonías y esas miradas que penetraban el vidrio y estremecían la espalda de Guillermo. La propia belleza parece saltar fuera de algo tan mundano como el televisor, pensaba él.
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